La primera impresión que me llevé
de Montpellier fue que se trataba de una ciudad activa, llena de vida, parecida
a Alicante o Murcia. Rebosa juventud. Tiene casi trescientos mil habitantes, y
es la ciudad francesa con más españoles. Sin embargo, en Montpellier y el resto
de Francia, por lo que se ve y por lo que me dice mi amigo Samuel, se respira
tranquilidad y mucha, mucha paz. Apenas oí un solo grito durante mis cinco días
allí. Por la tarde, con la Plaza de la
Comedie repleta, jamás había sensación de alboroto. Por la noche no se oía
una mosca.
La casa del padre de Samuel
estaba por el centro, enfrente de una rotonda donde descansaba una ‘M’ enorme,
la ‘Gran M’ –de Montpellier-. El balcón daba a un Carrefour más pequeño de los
que tenemos en España, y unos metros más allá había un McDonald´s del que
robábamos el wifi constantemente.
Porque si algo se ha
caracterizado este viaje es por la total desconexión del maravilloso mundo del
Whatsapp, el Twitter y el Facebook. Enchufar los datos en el móvil era parecido
a clavarse una estaca en el pecho. No podíamos aceptar llamadas ni mensajes.
Pasamos de estar pegados al aparato a tener que cargar la batería apenas una
vez en tres días.
La casa en la que vivimos desde
aquella mañana de domingo hasta jueves por la noche era un pequeño apartamento
en un edificio prácticamente nuevo, que tenía la cocina en el salón, contaba
con tres habitaciones, un aseo en el que la ducha era el mismo suelo y un
pequeño cuarto con el retrete. Javi y yo dormimos en un sofá que se convertía
en colchón, en la habitación de Samuel. Puede que lo peor del viaje fuera que
los dos roncaban como condenados, y encima andaban constipados. El festival de
ronquidos con mocos se dio una noche sí y otra también.
Y probablemente lo mejor fueron
las comidas del padre de Samuel. Pasta con boeuf, Hachis parmentier, pasta con
salsa boloñesa, lentejas con carne… Creo que repetí en todas y cada una de las
comidas, siempre acompañadas por el queso que se podía oler en toda la casa si
abrías el frigorífico. Probamos las fresas francesas –más pequeñas, más rojas,
y más dulces- y una especie de mini empanadas rellenas de sepia, producto
local. También nos dio por comprar y probar cinco latas diferentes de cerveza
que no habíamos visto en la vida.
Tras comer la pasta con el boeuf,
lo primero que hicimos fue salir corriendo a buscar un pub irlandés donde ver
el Liverpool-Manchester City, partido decisivo en la lucha por la Premier
League. El único que encontramos tenía tropecientos escalones –imposible que
Samuel entrara- y ya llevaba media hora empezado. Así que optamos por dar una
vuelta por Comédie, seguramente el lugar más concurrido y espectacular de la
ciudad. Allí encontrabas gente de todas las nacionalidades y culturas: magos,
bailarines, ejecutivos, vagabundos, turistas…
Era como si estuviéramos en el centro del mundo.
A las cuatro de la tarde ya
estábamos reventados. Fuimos a la estación de trenes para ver si vendían
periódicos españoles –todavía no había conseguido comprar El Mundo-. ¿Sabéis
que utilizar el baño de la estación cuesta 50 céntimos? De locos.
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