Llevaba casi cuatro años sin
salir del país. La única vez que había estado en Francia fue cuando mis padres
todavía seguían juntos –o sea, hace mucho tiempo- y me llevaron junto a mis
hermanos a Disneyland París. La única vez que pisamos el suelo de la capital
francesa fue para pasar del aeropuerto al coche que nos llevó al parque de
atracciones. Nunca había estado viviendo varios días en una ciudad de Francia
–o de Gabacholandia, como lo llama mi
amigo Samuel-, quizás por eso se me iluminaron los ojos con la idea de visitar
Montpellier, aunque fuera todo tan improvisado, casi sin tiempo para preparar
nada. El resultado ha sido una experiencia verdaderamente enriquecedora. De las
mejores de mi vida.
Fue el miércoles de hace una
semana cuando nos decidimos finalmente. Javi y yo íbamos a viajar con Samuel y
su familia a Montpellier, ciudad del sur de Francia, a 891 kilómetros de
Callosa de Segura. Sería un viaje en coche, de madrugada, que duraría casi
nueve horas. Se me hizo imposible dormir, así que me pase durante todo el
transcurso del viaje mirando al frente, a la oscuridad, escuchando el tímido
sonido de la radio y esperando que pasara el tiempo, daba igual cuánto fuera.
Cada vez estábamos más cerca, y eso era lo importante.
Paramos un poco antes de llegar a
la frontera, en una gasolinera de Gerona, para comprarme unos periódicos que
necesitaba para el Trabajo de Fin de Grado. Me sorprendió que sólo hubiera un
ejemplar disponible del El País, otro de la Razón y otro del ABC. Ah, y no
había ni uno solo de El Mundo. Le pregunté a la dependienta y me dijo: “¿El
Mundo de Cataluña? No, no ha venido”. Le pregunto si tardará mucho en llegar y
me dice: “No no, no viene”.
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