No señores, no se ha acabado el mundo. Hemos sobrevivido al año 2012. Sin embargo, la profecía de los mayas sigue vigente. El 21 de diciembre acabó una Era y empezó otra, la Era del Conocimiento y la Sabiduría. Esta Era da paso a una purificación absoluta en la humanidad, por el bien de nuestro querido planeta y ser vivo, la Tierra. Podríamos estar hablando de otro Apocalipsis. Las profecías mayas son infalibles, por lo tanto es más que probable que los próximos años sean los últimos de tu existencia. Y en este blog vamos a disfrutarlos al máximo ;)
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lunes, 9 de febrero de 2015

Cuando los piñazos compensan


¿Ven la foto? Sí, soy yo. Y este podría ser básicamente el resumen de lo que hice o pude hacer en Sierra Nevada. Caerme, caerme y volverme a caer. Pero entre medias, hubo un viaje alucinante que nunca olvidaré.

Me levanté a las 4:45 de la madrugada, me duché, me vestí, me hice un par de sandwiches, cogí un macuto, una mochila y una bolsa de basura con todo lo necesario para esquiar -prestado por Javi- y bajé a la furgoneta donde esperaba Esteban, más radiante que nunca. Recogimos a Javi, Inma, Rocío y Sofía y nos adentramos en la autovía mientras escuchábamos Ska-p, M-Clan o Linkin Park. Todo muy variado.

Así fue un viaje de más de cuatro horas que finalizó en lo alto de Sierra Nevada, después de sufrir las de Caín para que la furgoneta pudiera llegar hasta arriba. Imaginen: todos los coches adelantando a una furgoneta con el triángulo encendido y bordeando el arcén -y casi el precipicio- porque no podíamos pasar de 30 km/h. 

Ese fue el principal contratiempo. El segundo, un material que habíamos comprado pero que no habíamos reservado. Estuvimos media mañana en la tienda. El tercero, una cola de mil demonios para recoger la tarjeta. El cuarto, y en este caso hablo por mí, unas botas que no eran de mi talla y que hicieron que me entraran ganas de amputarme los pies. Me las cambié hasta tres veces. Y el quinto, y también hablo por mí, los efectos de no haber esquiado en la vida y, por consiguiente, tener que soportar los gritos de un Esteban completamente desquiciado. Y con razón.

Porque no sé que me pasaba, que entre casi no haber dormido, el hecho de ir cargado con el material de un lado para otro, el infierno de las botas, la fatiga de estar levantándome tras caer una y otra vez, el frío que entraba hasta el alma y los alaridos de Esteban, yo llegaba hasta confundir la izquierda con la derecha. Era incapaz de entender conceptos como "perpendicular" o "inclinar". Me metí cada leche que deseaba no volver a levantarme jamás. Javi me hizo probar los esquís -lo que intentaba era snowboard, aunque yo más bien hacía caídaboard, tortazoboard o despeñaboard- pero fue aún peor. Lo máximo que pude hacer fue ponerme de pie -unos segundos-. Tuve que bajar a ratos andando, a ratos subido a los esquís como si fuera un trineo.

Por la tarde, nos fuimos a Granada tras averiguar que el Madrid había perdido 4-0 contra el Atlético. Agradecí no haber visto semejante ridículo. Tras varias vueltas por el centro, acabamos encontrando el hostal en un callejón plagado de gatos y escondido entre escalerillas sinuosas. Lo primero que nos dijo la chica -que, increíblemente, era de Catral- fue que no había agua en la habitación de la chicas. Nosotros no teníamos aseo, sí dos colchones sobre una especie de palés y una litera del tamaño de un portaviones, aunque la sensación de altura era todavía más acojonante. Recuerdo haberlas pasado canutas para bajar de ella.

El hostal era muy raro. La mayoría de clientela era extranjera, estaba en un sitio que parecía el Barrio de la Cruz de mi pueblo, el agua de la ducha empezó siendo caliente hasta que me duché yo, la zona comunitaria era un salón cargado de papeles para liar en la mesa y un ordenador donde un argentino se ponía a escuchar música. El desayuno estaba incluido, y obviamente pensamos en un buffet. Craso error. El desayuno consistía en subir hasta arriba, donde había una pequeña cocina donde tenías que hacerte un vaso de leche y tostadas con mermelada. Como en casa, vamos. Pero imaginen, a las ocho y media de la mañana, la cocina atestada de gente haciéndose el desayuno. Y el argentino escuchando música, como si todo lo demás no fuera con él.


No salimos del hostal para ir de tapeo hasta casi las once de la noche. Fuimos a la famosa calle Elvira, un tanto desangelada por el frío que se incrustaba en las venas. Acabamos en un garito de mala muerte que olía a ropa mal lavada, nos pusieron un plato mitad macarrones, mitad trozos de tortilla de patatas. El camarero lo llamaba 'Mix'. Después, y tras un intento por parte de mis compañeros de ir al Domino's Pizza (¡¡En Granada, donde el tapeo debería ser casi una obligación!!) estuvimos en un bar donde te ponían medio litro de cerveza y una tapa -en este caso, calamares y bombas rellenas de patata y carne- por 2,50 €, mientras escuchabas un concierto de Maná de fondo.

La noche no fue del todo bien. A pesar de estar reventados, nos acostamos muy tarde, yo en un colchón con más muelles rotos que los que Homer tiraba por el retrete. Sobre las cuatro de la madrugada, un tipo comenzó a tocar el timbre, que tenía un melodía simplemente insufrible. Cuando vio que nadie le abría, empezó a dar golpes. Cada vez más fuertes. Hubo un momento que pensé que derribaba la puerta a cabezazos. Cuando le dije a Esteban que abriera, que me daba ya igual que fuera un maníaco, un torturador o un asesino en serie con tal de que parara, el tipo nos oyó. Y nos dijo: "LA CONCHA DE TU MADRE, ESTÁN USTEDES HABLANDO Y YO AQUÍ GOLPEANDO LA PUERTA 40 MINUTOS, HE LLAMADO A LA POLICÍA, ABRAN YA DE UNA JODIDA VEZ". Sí, señores. Era el argentino. Se le habían olvidado las llaves. Y lo mejor es que no tenía ni habitación.

Al día siguiente, vuelta a Sierra Nevada. Yo iba con el ánimo alicaído, pensando si los tortazos del día anterior no eran ya suficientes. Pero conseguí unas botas que no me hicieron daño, subí a una cuesta donde solo habían niños y profesores de esquí, y tras media hora poniéndome las fijaciones, me tiré. A saco. Noté la velocidad. La gran sensación de estar bajando una cuesta sin importarte la caída. Hasta que descubres que no sabes cómo girar y en lugar de estamparte contra el que haya delante, te tiras de culo contra la nieve, que según Esteban amortigua -los cojones-. 

Me tiré unas cuantas veces más, con sus correspondientes batacazos, y bajé a comerme una hamburguesa con huevo frito y patatas. De ahí, a la tienda del material -se portaron excelente-, de ahí a la furgoneta y de ahí a la estación de autobuses, con paso previo en el Burguer King. Tardé más de seis horas en llegar a Madrid, coger un cercanías y andar desde Chamartín hasta el 205 de la Castellana. Acabé muerto, destrozado, aún siento dolor en partes de mi cuerpo que ni siquiera sabía que existían. Pero valió la pena. Fue un viaje que volvería a repetir una y mil veces -los piñazos contra la nieve no, no soy tan masoquista-. Eso sí, en el próximo, más ración de tapeo :)



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